Prensa
Periódico Información, Alicante, 9 de abril de 1967
ARTE
Óleos de Enrique Lledó en la Caja de Ahorros Provincial
Francisco G. Seijo
Es una búsqueda constante, la del artista, por la verdad. Lucha por llegar a lo desconocido, pero presentido, a la meta final, siempre costosa, al espejismo de la belleza, tan arduo. Y cuando lo cree conseguir -aún transitoriamente, pues siempre se ambiciona más-, es ya el instante del desprendimiento y gozoso deambular por los extraordinarios e infinitos caminos que el arte nos depara.
Enrique Lledó se halla en este punto hoy. Logrado equilibrio, unidad, calidad tonal y estética, con virtuosa pincelada, nos sumerge, con desprendimiento, en un lirismo impresionante del paisaje alicantino, llegando a un acentuado idealismo en forma, colores y ritmo. Cabría repetir aquello que el primer "faue" Vlaminck escribió en su testamento "simplemente he pintado, a mi manera, todo aquello que he visto," si bien en este caso nos quedamos con gozo, en un colorista refinadísimo, cual es este artista alicantino.
Enamorado de la montaña nos presenta Lledó una muestra de campo, monte y pueblos del interior, con eje central en el siempre "motivo" Guadalest. Analizando en síntesis su obra, de fluida y espontánea plasticidad, de jugosos matices Y tránsitos, de suave y poética vibración musical y, por ende, de extraordinaria dimensión -reminiscencias de sanas influencias no cuentan- estamos ante un pintor de una muy exquisita sensibilidad, que llegará lejos en su quehacer artístico.
En esfumaciones progresivas de planos que nos llevan a las lejanías, en relieves, ondulaciones de terreno, matices, empastes y peculiar fisonomía de árboles y montañas, eliminando con ligera abstracción los elementos superfluos de la Naturaleza, nos acerca Lledó a ella, liberándonos de la similitud ramplona, que desmerecerían el logro de su
obra.
Cielos con aplanamiento sencillo en movimiento, azules turquesa, rosados o matizados de grises; montañas rosas, pardas o violetas; paisajes ondulantes, con variadas gamas de verdes, húmedos, gayos o platas, rosas y pardos, minifundios ondulantes, ovalados, en donde el sol brilla en los campos; árboles con gracia suave, poética, infantil si acaso, todo ello bañado de trémula o radiante luz, según la hora en que la pintura quedó prendida en el lienzo; almendros blancos o rosados que destacan sobre oscuras laderas. Toda una sinfonía de color, una gama infinita, tratada con maestría y acierto, neutralizados sus tonos cálidos y fríos con pincelada ligera que sostienen el conjunto, aun sin soporte, respirando frescura y espontaneidad.
Especial mención nos merece un cuadro del río de Monnegre, en el que entra una composición de grises azulados, violetas, ocres diversos, rojos, sienas y malvas. Es un cuadro muy bien logrado, uno de los mejores para nosotros, donde la idealización no es tan manifiesta y el acierto, quizá por esto, es mayor.
Lledo nos muestra dos interiores, los dos muy simples, pero muy bien logrados o resueltos, perfectos en dibujo, composición y color. En este aspecto, que domina a la perfección, creemos debe insistir, pues no cabe la menor duda obtendrá muchas satisfacciones.
Con un retrato terminamos la visita a la muestra. es de concepción atrevida, mostrándose en él, Lledó, un tanto estilista, diríamos si se tratara de literatura, en el que contrastando sobre un velado velador y un fondo suave y armonioso, aparece con valentía una blusa amarilla que da vida y encanto al conjunto.
Sólo nos resta añadir que nuestra ciudad se le queda ya chica al artista y es de desear airée su buen hacer por otras latitudes, en la certeza de que cosechará necesarios galardones. Y decimos necesarios pues es una compensación y satisfacción al sacrificio. Aunque para Enrique Lledó no es sacrificio pintar.
Francisco G. Seijo
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