ENRIQUE LLEDO

PINTOR

1923-2013

SELECCIÓN DE ESCRITOS

Casa Estudio Enrique Lledó
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Adrián Espí Valdes 
Universidad de Alicante

Texto extraído del catálogo de la exposición de Enrique Lledo en la sala de exposiciones de la CAM

Alicante, del 10 al 30 de Enero de 1995

 

La luz va contando las horas de Unos paisajes vividos, entrañados, metidos en el alma del artista. La luz que se desliza suavemente por la ladera de un monte, por la tierra parda de un collado. La luz que se proyecta, lúdica y eufórica, sobre una torrentera de almendros. Que sube por una montaña o atraviesa la cal que reviste las pequeñas casas de labor , que se derrama sobre el verde radiante de una parra. 

El Mediterráneo es luz y esa claror modifica todos cuantos esquemas hayan podido construirse sobre la pintura. Nuestros artistas lo han entendido siempre de este modo, y sus pinceles se han bañado, se han humedecido de los mil soles y los mil colores que en nuestras tierras existen y cantan. 

Es por eso que si hay que etiquetar a los artistas, ponerles una vitola - cosa esta que no debe hacerse- tendremos, aunque no queramos, que desembocar en las definiciones formuladas en torno del impresionismo. Del impresionismo y de los manifiestos estéticos que de él derivaron, analizando la pintura a pleno aire, como ya lo hicieran Monet, Sisley o Pissarro. Tal y como lo entendieron Regoyos o Beruete. 

La naturaleza está ahí, y en ella nuestros pueblos de La Marina o de la montaña. El artista tiene que aprehenderla, rehacerla, construirla de nuevo y acorde con sus sentimientos. Es todo un proceso creativo que se guía o se basa por distintas cualidades en tiempo, espacio, materia, emoción. 

Y el artista -es Enrique Lledó- se siente captado por el modelo, proyecta- do hacia esos campos y pueblos nuestros, emborrachado por los factores estéticos que se dan en la naturaleza, y capacitado para vivir plenamente toda la enorme carga ideo-contextura que emana del mundo que le rodea y al que el ha acudido de forma decidida, para ser por sí mismo trasunto de la tierra. 
Es aquí, en este mismo momento, cuando se produce ese enigmático misterio que en los grandes creadores suele repetirse: la endopatización. Es como una entrega total del hombre con la naturaleza porque a la vez también la naturaleza -paisaje, preferentemente- se dona al artista. Es como un diálogo abierto y generoso, un ''tet a tet'' limpio y sin mácula que va a derivar hacia el virtuosismo en el dominio de Unos conceptos básicos y de Unas técnicas y, a la vez, en la exaltación de los sentidos, aconteciendo a una explosión telúrica que valora todo cuanto ante los ojos del pintor se posa o existe.

En la pintura de Enrique Lledó vibra el potente maridaje que entre el pintor- observador , y el modelo-observado, se muestra. Es el paisaje metido en su cuerpo, el ''suco'' de ese paisaje dentro mismo de sus tubos de colores para poder volver al exterior, sobre el soporte con todos los pronunciamientos líricos, genéticos, psicológicos y físicos que previamente se han acomodado en el alma del artista-creador. 

Un día acuñó esta frase un buen critico, hombre sensible y conocedor de todo aquello que trataba o de lo que hablaba: ''Pintar, sentir, contemplar y vivir paisajes es realidad muy de nuestro siglo''. Tal manifestaba Joaquín de La Puente para añadir luego que el realismo, iniciado en el XlX, se acercó a la naturaleza ''con ojos óvidos de fidelidad formal''. 

A partir de ahí color y atmósfera serán en cada escenario valores de primera magnitud. Todas las matizaciones cobran en este proceso de amorosa posesión que se produce en el pintor preferentemente paisajístico. El color lo será todo en tanto en cuanto que la luz incida sobre el de una forma directa, sin intermediarios y sin aires contaminados. Los planos, las distancias, los primeros y segundos términos aparecerán en los soportes sin artificiosidades, dados por el color, y el eje central de cada obra estará en la luminosidad que es ''un chispazo de vida ''. 

Creo recordar una exposición de Enrique Lledó en mi pueblo en la década de los setenta, y en aquella ocasión me parece que yo evocaba palabras de Sánchez Camargo hablando de Gabriel Miró y de Emilio Varela. A mí aquello me emocionó porque encontraba en Enrique Lledó algo que se parecía en su esencia: esa búsqueda de lo íntimo, recoleto, silencioso y majestuoso a la vez: Busot, Sella, Benifato, Chortá, Teulada, La Molineta, Benisa... un camino, unos olivos, unos almendros, una calle o una carretera. Y también, y aun antes, confesaba el propio pintor: '' Me estoy haciendo a fuerza de ver y meditar , de andar veredas y subir las sendas escarpadas de nuestros montes. Sentirme elemento mismo del paisaje, de oír el silencio de los Campos...". 

Con que gracia -un toque rápido, desenfadado, estirado a veces, pletórico de furia- el artista deposita sobre el albísimo lienzo su pincelada armónica y hasta monacal. Cómo y de que forma construye el caserío con el estirado campanil en el centro valorando los blanco, utilizando los ocres y magros y toda una variadísima colección de tonos verdes que saben, incluso, a romero y a tomillar. 

lncluso, cuando es menester, coloca una cabritilla breve, una figura humana apenas esbozada, un pequeño detalle en el alfeizar de una ventana, en el umbral de una puerta insuflando con ello vida, mas vida y verismo, a ese paisaje que resulta mas expresivo, como mas profundo, acaso mas humano. Son el escenario sobre el que el artista trabaja de una forma decisiva y decidida, porque la necesidad se ha superpuesto a el mismo, ha llegado a desbordarle. Y es así como la imagen adquiere otra dimensión, la de su propia y majestuosa intimidad bajo los Cientos de azules que se combinan en sus cielos alicantinos. 

Pero en Enrique Lledó vibra - Y con que fuerza!- otro elemento pictórico de excepcional belleza, de serenidad poética, de pacífica convivencia. Es su pintura de interiores, como otro aspecto del propio paisaje: paisajes interiores, de casas que huelen a trigo y a manzana, de masías con riu-rau, enjalbegadas en el exterior, con zócalos sepia o rosa pálido en la parte de adentro, allí donde descansa una cómoda vieja, allí donde se adivina una bancada de mampostería para dejar los cantaros o apiñar la loza. 

Ya los bodegonistas y los pintores que captaban el ambiente de las alcobas y de las salas, de las cocinas y de cualquiera que fueran las dependencias de las Casas barrocas holandesas, allá por el siglo XVll y aun en etapas posteriores, extractaron en sus cuadros el verdadero espíritu, el pálpito, el tuétano de una sociedad puertas adentro de sus domicilios. Otros muchos pintores corrieron por esas mismas sendas donde el hombre reconsidera su propia vida en la intimidad del hogar, junto a aquellas cosas -pequeñas y diminutas- que ama, que con- figuran su propio existir. 

El color sigue siendo primordial y prioritario, esencial. Encerrado en las paredes interiores de la casona solariega, de la casa de campo, en la mesa redonda, amplia y generosa en su extensión, en el florero que sobre el tablero descansa, con unos jazmincillos en su cilíndrico desarrollo y unas frágiles amapolas protagonistas a partir de ahora siempre, eternamente... 
Y están las silleras ''art nouveau'', de rejilla, de madera negra, vienesas y de la acreditada casa ''Thonet.'' Las vigas antiguas y señoriales cruzando el ''trespol'', la techumbre de la estancia, también blanca y cegadora. La vida remansada, aquietada, sentida en estas obras más profundamente por ser más sincera y más fresca. El quinqué, el cenicero, las rosas, el pichel, la silla de esparto, la tinaja barriguda y panzuda como aquellas del cuento de no sé cuantos ladrones... 

Enrique Lledó hace interiores y dentro del interior coloca -sin saberlo, o a cosa hecha- verdaderos bodegones suntuosos, que parecen desaliñados, por lo esparcido, que son elegantísimos como elegante es cada golpe de su pincel. Pienso que, incluso, una cierta nostalgia ''proustsiana'' puede adivinarse en este mundo suyo feliz, echando mano del azul prusia, del blanco zinc, echando mano, incluso, de la tierra que pisa allí donde ha colocado el caballete, esa tierra refinada, aplastada, reducida a gránulos débiles, después de ser hollada por el artista. 

Y si antes hemos hablado de la luz, lo que en un principio dijimos apliquémoslo aquí mismo. La luz. Una luz sin fronteras, tamizada en todo caso, pero clara, rutilante, cegadora. Una luz que lo envuelve todo para situar todas las cosas en su sitio y con la intensidad lumínica que necesita, precisa y reclama. Luz y color en estos interiores que puede que todos echemos de menos, reclamemos para nosotros mismos, para encontrarnos de nuevo y poder apreciar en todo lo que vale la esencialidad de las cosas. 
Finalmente, y por dejarlo en este punto, el retrato. Enrique Lledó pintor de retratos, captador del rostro, estudioso de la naturaleza y de los problemas que de la figura humana se derivan. El retrato imbricado en el realismo español de siempre, esa ''mismidad individual'' que es un rostro, unas facciones, una carne, una actitud gestual, una pose. El retrato sencillo que ha huido de la grandilocuencia o la teatralización de un entorno, de un escenario. El retrato reducido a un mínimo: la galanura, la honestidad, el sentimiento, la cortesía, fuera de el toda clase de retóricas adulatorias. 
Sus amigos, su mujer, sus hijas... personajes de sus mejores franquezas, de sus más profundas emociones. Recurro de nuevo a unas palabras del propio artista: ''...y mi hija Amelia, con su risa de seis años, subiendo acaloradamente con unas flores para que las pintara... Pero yo, entonces, en ese momento, empece a pintarla a ella''. 

Son retratos, los de Enrique, de enorme personalidad, están dotados todos ellos de un "no sé qué", un "duende" dirá un buen andaluz, que permite ejemplarizarlos por la sencillez y verismo. Son, acaso, demasiado verdaderos y ejemplares a la vez intuitivos, directos y enormemente contemporáneos, captados con agudísima retina, esa retina educada, formada, construida bajo el esteticismo mediterráneo de la mejor ley, marginados chauvinismos que a nada conducen, y dejados de lado fórmulas y directrices de tipo folklórico. 
Enrique Lledó se ha apoderado del paisaje en todas sus esquinas, desde todos los puntos de una posible observación. Se ha hecho con el juego y la esencia de las casas y de los lugares íntimos. Ha subrayado el valor y la trascendencia de la criatura humana a través del retrato, dibujando en silencio fructificador , germinador, unos ojos, la expresión de unos labios, la curvatura de unas líneas...